VIAJES #1 | Hace rato
…estaba esperando este momento. Incluso mucho antes de atender.
Desde la pantalla, veo cómo el sol se pone a tus espaldas sobre el mar; las olas crecen mientras se acerca la noche. Siento el frío de la pared contra mis hombros, penetrando entre las vértebras. Sostengo el celular en el aire, mientras me imagino con los dedos en la arena cuando me contás sobre la danza de los voladores. El viaje te hizo recobrar la ilusión que yo siento extraviada.
—Te encantaría estar acá, Cuki.
A la distancia, la separación parece una parada más dentro de tu recorrido. Mientras yo sigo desembalando cajas, ordenando cuentas, buscando un lugar para las plantas que me traje en la repartición de la mudanza y que se marchitan junto al balcón francés. Todavía no logro dilucidar cómo fue que terminamos en lugares tan distintos. Cuando cortamos la videollamada, me quedo sin decir nada de lo que había pensado. El departamento recobra los límites de sus espacios. Los ladrillos vuelven a elevarse frente a mis ojos, sobre el horizonte de esto que llamamos “nosotros” y que excede la ecuación de vos + yo. Dejo el celular boca abajo para no ver notificaciones que me distraigan y me levanto. Es extraño estar de nuevo en la ciudad, todavía me cuesta adaptarme a la luz tenue constante. A la vista de las ventanas al patio interno entre torres. Subo a la terraza a buscar la ropa limpia que dejé colgada. Apenas logro ver porciones de cielo azul sobre mi cabeza. La obra en construcción que me despierta cada mañana se eleva rígida pero fresca. Los restos de cemento sobre el piso se parecen al impacto de la caca de las palomas al caer desde la altura. Son pocas las aves que alcanzo a ver a lo lejos. Un grupo de tres pájaros gira en círculos alrededor de la antena de uno de los bloques de la manzana. La imagen despierta el recuerdo de un cielo pasado, repleto de pequeños cuerpos negros dibujando formas en movimiento, cuando el sol se ponía sobre el arroyo y observábamos extasiados la sincronía y la belleza de su vuelo. Oscurece. La ropa que quiero usar esta noche, está seca. Bajo las escaleras con los broches en la mano y las prendas al hombro.
La brisa fresca de la calle me recompone. Alerta a los ruidos, a los movimientos, a las pocas caras que rondan, voy domando el miedo a cada paso en cada cuadra. Llegando a la estación, empieza a haber más movimiento. Algunos autos barren el asfalto, con música chillona, la gente va y viene con ropas desteñidas. Pocos se detienen a esperar bajo las garitas. Me paro junto al cartel que marca la parada del colectivo. Un hombre canoso, con uniforme ferroviario, se acerca. Me pregunta sobre la fila sin sacarse el cigarro de la boca y se queda detrás. El semáforo cambia de rojo a amarillo, de amarillo a verde, sin perder el ritmo. Los autos avanzan para encontrarse con la noche, mientras espero una luz a lo lejos que despierte la ilusión. Se detiene la avenida; un colectivo aparece doblando en la esquina. El ferroviario sale corriendo cuando se dibuja el cartel de otra línea. Tira la colilla al aire; lo veo subir y desaparecer cuando una anciana me habla.
—¿Es esta la parada del 38?
Asiento. Se queda a mi lado, en uno de los asientos grafiteados bajo el techo de chapa. Siento cómo no me corre la vista de encima, salvo para buscar el colectivo a lo lejos.
—¿Hace mucho que lo estás esperando?
—Hace rato, sí, creo que pasaron quince minutos —podrían haber pasado diez o cinco, pero para mí hacía rato estaba ahí.
—Últimamente me pasa lo mismo, no lo agarro a tiempo. Le perdí el rastro. ¿Será porque estoy más vieja? Ya tengo dos nietos. El que no me perdió el rastro fue el tiempo a mí. Mis rodillas dan fe de eso —acaricia una de ellas con su mano de piel amarronada.
—Ojalá nos podamos sentar —suelto sin sacar la mirada del recorrido que hace su mano. Sus venas sobresalen oscuras e hinchadas; sus uñas largas, amarillentas, dejan ver restos de esmalte.
—No creo. Si estás esperando hace tanto, seguro venga repleto.
Cuando levanto la vista, la encuentro sonriendo sin perder el cansancio en sus ojos de pena. No quiero resignarme cuando la espera nunca sabe lo que se avecina.
—Habrá que esperar.
A esta altura, no sé si se lo digo a ella o a alguien más. La noche tiene una simpleza, poco clara, que cala profundo.
—¿Hace mucho que estás esperando? —me dice vencida.
—Hace rato ya, sí.
Empieza a contarme de nuevo sobre sus nietos, sobre su rodilla, sobre las noches en las que, sola, espera que el colectivo aparezca para llevarla de vuelta a su casa. Hablamos de comidas; le digo que mis favoritas son las pastas, y ella me dice que hace unos ñoquis que son una nube. A lo lejos aparece una luz que se acerca rápidamente.
—¡Ahí viene!
Cuando el colectivo frena, la dejo pasar con la certeza de que lleva esperando más que yo. Escucho el saludo de la anciana desde el primer asiento, junto al conductor. A pesar de la tardanza, está vacío.
—¿Viste? Me debés unos ñoquis —le digo antes de encarar el pasillo.
Elijo, como siempre que puedo, un asiento individual junto a la ventanilla. Un hombre, con la mochila al frente, se sienta adelante. En el dorso de la remera lleva el logo del municipio. De la mochila colgada saca una lata de cerveza, de la que toma un largo sorbo. En la calle no hay un alma. Después de cuadras sombrías, el asfalto empieza a iluminarse levemente por faroles naranjas. Antes de cruzar el puente, que divide las penumbras de la destellante capital, la señora se baja junto al río. Levanto la mano detrás del vidrio, aunque no me vea partir. En el semáforo en rojo del cruce, el conductor aprovecha para acomodarse la camisa celeste y encender los tubos empotrados en el techo que habían estado apagados todo el recorrido. En la calle, un grupo de jóvenes se desliza en contramano. Dos varones empujan un carro de carga, sobre el que una chica va riendo, mientras, con su cuerpo, sostiene y aplasta el montículo de cartones en el que viaja sentada. Con el torso desnudo y los músculos tensos hacen avanzar el carro sobre el asfalto. Con su virilidad latente, se encargan de contenerla. Ella les agradece con risas, con cánticos, con el piercing en su ombligo a la vista y el sudor abrillantando sus pechos. La cercanía de sus cuerpos parece suficiente. Para seguir, para empujar, para saciar la sed. Se funden en la noche cuando el colectivo avanza en dirección contraria.

Bajo en Avenida Córdoba para tomar el subte D. La entrada está cerrada. Camino por Callao hacia Santa Fe. Al pasar por la plaza, encuentro la luna llena filtrándose. Se siente como una caricia que aliviana. Me quedo junto a un poste a esperar otro colectivo que me acerque. Espero un rato, no tanto; la frecuencia en capital es diferente. A los pocos minutos, ya siento el aire acondicionado sobre mi piel. Me quedo cerca del chofer, de la puerta de subida para bajar intentando esquivar las miradas de los asientos colapsados. Reviso la dirección en el celular, veo cómo el punto azul se mueve sobre el mapa. Bajo en Las Heras y Coronel Díaz. Cruzando la ancha avenida, veo el balcón del departamento de Viki repleto de gente. Los cuerpos apoyados contra la baranda se camuflan entre los rincones donde las luces de los postes no llegan. Toco el timbre, espero, nadie responde. Saco el celular para avisar que llegué cuando un grupo de chicos sale del ascensor, abre la puerta y me deja pasar. Me miro en el espejo mientras subo. Me acomodo el pelo, sonrío para verme los dientes. Me acuerdo de la señora del bondi, de sus venas hinchadas. Mientras la sangre corre, nada nos detiene, pienso. Abro la puerta de entrada del departamento de mi amiga, que nunca tiene llave. Adentro todo es un gran bullicio de música y conversaciones. En el tumulto me encuentro con Viki, que me abraza.
—¡Cuki! ¡Qué bueno que llegaste! —me dice mientras me arrastra con ella a la cocina, a buscar cervezas del freezer. Sacamos unas latas detrás de unas pechugas de pollo, un tupper con guiso y una bolsa de arvejas. Salimos al balcón, saludo a algunos que ya conozco, a otros que nunca había visto. Hablan de las playas del Caribe, donde la mayoría estuvo vagando unos meses. Vendiendo panes y empanadas en la playa, para cubrir los gastos del alquiler y las cervezas. Pienso en la distancia. En la idea de hacer el recorrido por tierra, en micro, mientras tomo sorbos de la lata helada.
—¿Así que nunca viajaste? —me pregunta uno de los chicos que acabo de conocer.
—No tuve la oportunidad, todavía. De salir del país me refiero. Viajar, viajo todos los días.
—¿Ni a Brasil?
—Ni a Colonia, Uruguay.
—Tenés que viajar, te va a encantar —me dice Rulo. Así lo apodo, porque no me acuerdo su nombre y porque tiene rulos como vos. Aunque en vez de tu oscura melena, su pelo es rubio y fino. Me cuenta de un voluntariado que hizo en una reserva de tortugas. De las noches haciendo guardia a cielo abierto para proteger los huevos sobre la arena junto al mar. Alumbrando con una linterna o la luz de su celular, dentro del refugio, la ruptura de cascarones o la presencia de un depredador. Me acuerdo de la videollamada, de las palmeras a orillas de la costa cubierta de piedras. Pienso que estamos subidos en un viaje distinto. Acepto una bocanada y se lo devuelvo en silencio, con los pájaros en mi cabeza volando en círculo.
—¡Haceme caso! —me dice mientras apoya su mano en mi hombro. Voy a buscar más birra, ¿querés?
Cuando se va, me sumo a la conversación que Viki tiene apenas a unos metros. Las cervezas tibias pasan de mano en mano.
—Me enteré el lunes. Estaba volviendo de una clase de la facultad. Me había olvidado las llaves y no había nadie acá, así que lo llamé a Carlos que estaba de vacaciones. No sabía nada del portero que lo iba a suplantar esas semanas. Cuestión que me atiende una mujer. Le digo quién soy, y me dice que Carlos, su marido, había muerto. Así nomás. El portero está muerto. No lo podía creer, no sabía qué decirle; le dije que realmente lo sentía. ¿Entienden? —cuenta Viki, verborrágica.
—No lo puedo creer, boluda. ¿Y cómo murió? ¿Estaba enfermo o algo? —pregunta alguien. Rulo aparece cargando cervezas. Me pasa una helada. El frío me estremece, como un cosquilleo.
—El chabón estaba regio; le daba al chupi nada más, ya saben, pero de ahí a tener una enfermedad… parece que le agarró un síncope, que la quedó en la mesa de su casa mientras esperaba la cena.
—Noooooo —exclamamos sorprendidos.
Recuerdo a Carlos, lo imagino sentado, sosteniendo una copa en el aire, llena de vino tinto, con los ojos negros embebidos por la muerte. Brindamos en su honor. Viki estira los dedos mientras escucha a los demás hablar de la vida, buscando un cigarrillo. Le paso la lata antes de entrar. El calor húmedo me marea. Cruzo entre los que bailan en el living y entro al baño de servicio desocupado. Desde el inodoro, leo los mensajes escritos en la pared con marcador: "le temps detruit tout", "dar es dar", "I need space". Cuando tocan la puerta, sigo mirando los dibujos y palabras. Viki abre cuando digo:
—¡Ocupado!
—¡Soy yo!
Aprovecha para sacarse fotos frente al espejo. Al levantarme del inodoro, le señalo algunas frases que me hacen reír. Ella me muestra sus favoritas. Nos acomodamos en el diminuto espacio para intercambiar lugares. La escucho orinar en cuclillas mientras me lavo las manos. Al salir, me pide que la acompañe a la habitación. Abre las puertas del armario, y yo me tiro en la cama. La cabeza me da vueltas. Se saca la remera y el short, se queda desnuda mientras me habla de uno de los chicos con los que está saliendo. Se prueba un vestido, una pollera, un top.
—¿Y vos? ¿Seguís esperando que vuelva?
Viki se va con la misma ropa que tenía puesta. Le digo que al rato voy, y al rato me duermo. Me despierto en medio de una confusión, con sed. No sé cuánto tiempo pasó, pero el ambiente parece distinto, más quieto. Ya no se oye el mismo bullicio. Me levanto y voy al baño con bañera, perfumes importados en un estante. Me meto los dedos en la garganta para aliviar el malestar. Después de dos arcadas fallidas, finalmente vomito. El inodoro parece un nido lleno de mierda. Me enjuago la cara y tomo sorbos de agua fría de la canilla. Vuelvo a tirar la cadena hasta asegurarme que no quedan rastros. Salgo buscando algo que me reanime. A pesar de los intentos por extenderla, la noche se extingue. La gente empieza a irse en grupos, hasta quedar unos pocos. Me siento en el balcón con Viki y Rulo. El cielo empieza a aclararse. Alguien toca la guitarra desde adentro; los acordes llegan suaves. El sol aparece entre los edificios y los árboles frondosos del parque. Saco una foto con el celular del amanecer naranja para mandarte, cuando una bandada de pájaros cruza el cielo. Guardo la imagen pero no te la envío. Levanto vasos, vacío latas y ceniceros, y tiro las botellas en una bolsa de consorcio que cargo al irme. Bajo en el ascensor. El nuevo encargado, que baldea la vereda, me devuelve el saludo con desconfianza. Dejo la bolsa junto a la puerta y camino sin mirar atrás.

Con las mismas preguntas resonando en la cabeza, llego a la parada. El sol de la mañana sobre mi piel refuerza la sensación de no entender nada sobre la distancia y el tiempo. Agradezco a la suerte cuando veo al colectivo aparecer de repente. Saludo al chofer, me devuelve los buenos días. Al intentar pagar, la chicharra suena, delatando que ya no queda saldo.
—Pasá, así no esperás al otro —me dice con complicidad.
Le agradezco y me acomodo junto a la ventanilla, apoyo la cabeza en el vidrio para intentar descansar. Me despierto entre sobresaltos, con el cuello anudado, a pocas cuadras del final del recorrido. Despido al chofer al bajar por la puerta trasera. La calle está tranquila. No hay mucho movimiento, salvo los residuos de la noche anterior desperdigados por el suelo, en los cordones de las esquinas. Camino de regreso por la vereda donde pega el sol. A lo lejos, reconozco a Beki, abriendo los candados de la persiana del almacén. Sonríe cuando me ve, sorprendida.
—¿Qué hacés, Cuki?
—¿No puedo visitar a una amiga?
Charlamos mientras escribe con tiza las ofertas del día. Su segunda cría crece en su vientre, oculto bajo el delantal que usa para atender.
—Ni la panza te frena a vos.
—Ya sabés cómo es, hay que seguir.
La sigo dentro del almacén mientras guarda los candados. Acomoda paquetes de alfajores y medialunas sobre el mostrador. Cuesta creer que haya pasado tanto tiempo desde que compartíamos el recreo en el colegio, aceptando la generosidad de quienes nos regalaban un pedazo de pebete para matar el hambre, evitando gastar las monedas que no teníamos. No sé en qué momento tomamos caminos tan distintos de lo que éramos entonces. Mientras Beki me cuenta cómo se las arregla para cuidar de su otro hijo, mantener una casa y trabajar, pienso que somos el movimiento constante de una misma vida que no para, que no vuelve a empezar, que solo se desplaza y estira y cambia de forma. El movimiento es imperceptible. Quizás porque las casas siguen teniendo las mismas puertas oxidadas o porque las calles se siguen inundando al primer chaparrón; quizás porque los carteles desteñidos, quizás porque los vecinos, quizás porque las travestis de la esquina siguen estando en el mismo lugar. Cuando me detengo a observar el vientre inflado, el rostro envejecido, me doy cuenta del tiempo que realmente hace que espero en la misma esquina a que pase el colectivo. A que lo nuestro vuelva a ser lo que fue. A que la noche no cambie. A que los días se repitan.
—¿Hace cuánto volviste? —me pregunta Beki, sacándome de mis pensamientos.
—Hace rato, casi un mes ya. Todavía sigo abriendo cajas.
—Siempre estás yendo de acá para allá, vos. Como en el colegio.
—Así se siente.
—¿Y ahora qué vas a hacer? —pregunta, mientras reviso las bandejas del mostrador.
—La verdad, no tengo idea.
Compro unos alfajorcitos de maicena para desayunar antes de irme. Saludo a Beki, que sale conmigo hasta la puerta.
—¡Suerte! —la escucho desearme mientras cruzo la calle.
La luz que se filtra por los huecos de la persiana tiñe de azul las hojas verdes del potus sobre la mesada. Todo está en silencio. Levanto las persianas y abro las ventanas para que corra el aire. Me saco la ropa impregnada de humo y transpiración. Como los alfajores que le compré a Beki, en ropa interior, con la mirada perdida tras los vidrios de la ventana. Los dedos con dulce de leche manchan la mañana. Recuerdo las risas en el desayuno, con las marcas de la almohada todavía en la cara. Oler en tu cuello el descanso tibio de tu piel. Es distinto. Estar sin vos es distinto. La distancia cambia la forma en que se ven las cosas. Aunque no los que nos trajo hasta acá: las mochilas en la puerta, las plantas que compramos embaladas, el silencio triste del final, como una navaja sin filo. El abrazo de tus padres en la terminal, tu falta, el micro de regreso. Tiro el paquete vacío a la basura, donde unas pequeñas moscas revolotean ansiosas sobre los restos de frutas, yerba y verduras, y decido darme una ducha.
Pongo el mismo álbum que escucho desde que llegué, mientras el agua ablanda los músculos rígidos de mi cuerpo cansado. Me seco, me envuelvo en la toalla. Me tiro a la cama, boca arriba, con el pelo todavía mojado. Sostengo el celular con ambas manos mientras te escribo una despedida distinta a las anteriores. Ya no voy a quedarme esperando. No me da el cuerpo, la mente ni el alma para seguir yendo y viniendo. Cuando ya sé que este bondi no me deja ni cerca de donde quiero llegar. Agradezco cada atardecer repleto de alas pero no quiero retener ningún pájaro, en ninguna jaula, en ningún paisaje, en ningún lugar. Porque jamás habrá nada tan hermoso que ver cómo planea junto a la corriente el destino de su vuelo.
Después de enviarlo, borro su contacto. El filo de una amoladora corta el silencio. Entro a ver pasajes de avión hasta dormitarme, cuando se desprende y cae un pedazo de techo.
